Por Antonia Piña, doctoranda en filosofía.
Investigadora del Centro de Estudios Sociales de Chiloé (CESCH)
En el mes de abril, en plena implementación de cuarentenas preventivas por Covid-19, un medio digital presentó cifras alarmantes sobre el aumento de la violencia de género en Chiloé. La Directora Regional del SernamEG afirmaba que “hay un aumento en un 4,4% [de denuncias] en relación a marzo de 2019, las provincias con mayor aumento son Chiloé y Palena con un 33%”.
En este marco, cabe reafirmar que nuestro territorio ha postergado históricamente a las mujeres: no existen casas de acogidas; institucionalmente no se reconocen las particularidades de la violencia de género (implementando políticas públicas ciegas); el año 2019 cerró con 47 femicidios registrados, y los índices de denuncias van en declive debido a su nulo impacto (opinión de casi 50% de las mujeres entrevistadas en la Encuesta Nacional sobre Violencia Intrafamiliar del año 2017). Lo anterior nos hace preguntarnos ¿estas informaciones logran develar las profundas razones de la misoginia (odio hacia las mujeres)? ¿Esta violencia sólo habita en el ámbito privado de las mujeres o atraviesa transversalmente todos nuestros vínculos?
El concepto feminicidio se instaló para reconocer el asesinato de mujeres por ser mujeres, visibilizando que éstos crímenes no son cometidos necesariamente por los cónyuges o ex-cónyuges de las víctimas (tipificación del Femicidio en Chile). A primera vista las razones de esta violencia y su extremo radical llamado feminicidio, pueden aparecer bajo superficiales motivaciones ligadas a la esfera de lo privado, reflejo de lógicas íntimas personales que corresponden a cada caso (el juicio conocido a nivel nacional de Nabila Rifo es un ejemplo, la estrategia del abogado defensor del perpetrador del crimen centró toda su atención en cómo ella andaba vestida, a quienes ella frecuentaba, etc.). Sin embargo hay una matriz común a todas estas expresiones de violencia, que se oculta subrepticiamente en las relaciones de poder desiguales entre hombres y mujeres, diseminándose cotidianamente en las redes sociales fundamentales de nuestra cultura.
Esta matriz llamada Sistema Patriarcal somete a las mujeres a estar al servicio de los hombres (niñas, madres, abuelas entre muchos otros roles), respondiendo a un mandato supuestamente biológico que nos obliga a acatar normas y conductas específicas; aceptar fronteras limitadas de acción y de desarrollo de nuestros deseos y expectativas; que culminan siempre con el ideal de la procreación (fin último de nuestro existir). La violencia de género surge justamente cuando se rompe este mandato. En las dinámicas sociales de nuestra cultura -y no solo en la mente de ciertos hombres con una salud mental perturbada-, la mujer se transforma entonces en una transgresora de su rol natural, y esto puede costarle la vida.
Este momento de crisis social presenta la oportunidad de afrontar colectivamente esta temática dolorosamente conocida y hábilmente naturalizada, no desde el ángulo que insiste en desplazarla sólo al ámbito íntimo familiar (como sugiere la categoría de Violencia Intrafamiliar), ni tampoco como un problema que viven individualmente las mujeres (inundándonos de soledad, inseguridad, culpa y vergüenza).
Reconocer socialmente esta matriz (expresadas en las demandas feministas y en la revuelta de octubre) nos permite mirar sus profundas raíces que, desde la colonización hasta el presente, heredamos muchas veces sin darnos cuenta, invitándonos a establecer entre todas y todos: nuevos marcos de referencia culturales que nos posibiliten liberarnos y construir un buen vivir insular.