Daniela Gumucio Dobbs, docente.
Investigadora del Centro de Estudios Sociales de Chiloé (CESCH)
Los estudiantes secundarios prendieron la mecha el año pasado, movieron los cimientos de la sociedad chilena enrostrando la cara más fea de la desigualdad social, pero el Covid-19 nos presentó un escenario imprevisto. En materia educacional, el confinamiento ha hecho más evidente aún la desigualdad social que sufre la educación en Chile y particularmente en Chiloé.
La ruralidad es nuestra identidad, entre montes y bosques las señales de las empresas de telecomunicaciones se desvanecen y son lujo de unos cuantos. El Ministerio de Educación desde Santiago intenta dirigir un barco sin timón, las plataformas virtuales como Zoom y el bombardeo desesperado de “webinars” no llegan a todos; en primer lugar, porque los equipos interdisciplinarios que acompañan el proceso educativo de la diversidad de estudiantes en el aula deja a un gran grupo de segregados. Por ejemplo, sin intérprete de señas en las clases online o sin cobertura de internet para los sectores aislados. Respecto a esto último, cuando no se cuenta con internet en el hogar, muchos estudiantes recién se pueden conectar cuando sus apoderados, al llegar de sus trabajos, les comparten internet desde sus celulares de prepago y el acceso a computadores deja a otro grupo fuera del proceso educativo digital.
Entonces, el material didáctico impreso gana espacio, pero presenta otros desafíos: el estudiante tiene que disponerse para trabajar las guías de forma autónoma, cuando los hábitos de estudio no son una tradición familiar o en donde no siempre se cuenta con un espacio que propicie condiciones adecuadas para el aprendizaje, como contar con luz, una mesa, silencio o el apoyo de alguien que le oriente y acompañe en el proceso educativo. Así, la eficiencia de estas estrategias son puestas en jaque.
Por otro lado, la intimidad del hogar se ha complejizado en varios ámbitos, la difícil situación de la economía familiar, un preocupante aumento en las denuncias de violencia intrafamiliar, y cuando la desigualdad está tan fuertemente arraigada, hay que incluir en el análisis el nivel de escolaridad de los adultos cercanos de los estudiantes, pues su orientación y apoyo es relativo a las herramientas que poseen. Este espacio que –insisto- se ha complejizado, es ahora el único lugar de estudio, donde las tareas siempre han sido las domésticas ahora hay que estudiar, y en esta intimidad del hogar es donde se revelan las más grandes dolencias sociales. Es en la casa también donde se reproduce la sociedad y la cultura es cuerpo, por lo que también representa una posibilidad de caminar hacia los saberes locales, históricos, comunitarios sobre el habitar aquí y ahora.
¿Cómo se disponen al aprendizaje nuestros estudiantes si no hemos sido capaces de formar autonomía en ellos? Interrogante vigente que debemos abordar mientras en los consejos de profesores se escucha sobre la evaluación docente del año, el avance curricular y las canastas JUNAEB que no alcanzan para todos los que la necesitan. La gran tensión entre los saberes academicistas -que apuntan a contribuir a un sistema en crisis- y los saberes para la vida, nos obligan a reflexionar acerca de las estrategias de enseñanza-aprendizaje que se implementan y su coherencia territorial. Esto nos refriega en la cara la urgencia de reformular el sentido originario del para qué educar.
Habitar la pandemia en la insularidad nos vuelve a recordar que existe una tradición soberana del existir propia del territorio que habita a nuestros jóvenes estudiantes. Es prioritario educarlos para la “vida”, más aún cuando el contexto nos muestra la fragilidad del ser humano, del territorio y la importancia de la comunidad como sostén del entramado social.